miércoles, 15 de junio de 2011

Polvo de estrellas, de Jorge Luis Peña Reyes

Marcha. Desde el Mauseoleo de José Martí en Santiago de Cuba
Polvo de estrellas
(crónica de una suerte avisada)

Jorge Luis Peña Reyes

A qué no me adivinas, dijo mi niña, qué comen los cocuyos. No atiné a presentar hipótesis y ella respondió: Polvo de estrellas.
Ni mi padre que es el autor de esta metáfora en una tarde fugaz sabe lo consistente que es.
En el mundo hay gente que vive sin proyectarse, sin creer que hay algo más allá de las necesidades básicas y no los juzgo, ya pasó el tiempo en que me peguntaba, cómo podían vivir tantos sin crear.
Trato de imaginarme sin la creación, sin ese susto que supone la hoja en blanco y de veras encuentro alivio.
Cuando miro atrás y me elevo en la vanidad de haber hecho unos pocos volúmenes literarios, me llega como aguja, la certeza de una respuesta lógica a mi decisión “ego-redentora”, que se extiende y le sirve a otros. Saberlo reconforta: el arte es un egocentrismo que otros necesitan. Crear no es un mérito.
Por mi parte, vivo entre la rusticidad y el arte, como si la literatura me salvara la vida o me alargara los días.
Cargo con el compromiso de ser leal a mis lectores, por los cuales dedico horas a hilvanar un discurso diferente en el arduo tránsito hacia la estatura plena.
Soy mi primer lector y acaso escribo aquello que añoré leer en mi infancia.
Quien me ve en la mañana ante los micrófonos mientras ejerzo la crítica a los procesos culturales, no concibe que durante el mediodía sea el albañil de mi propia casa y que en las noches, cuando ya no quedan fuerzas para crear y todos duermen, me dedique a revisar textos escritos mucho tiempo atrás.
Pero ¿quién sería, sin esa compensación? Soy el que se desdobla en rostros múltiples para sobrevivir, ¿ha sido todo un accidente?¿Una pasión que se me prendió al cuerpo y hasta hoy me dura?

Ya me parece demasiado que me miren con ojos de asombro y timidez, que encuentren valor a lo que hago y vean detrás de cada palabra, una esencia, una intención.
Rara vez se nos juzga plenamente, somos divididos por capítulos como hacemos con nuestros libros.
Nada me ofende tanto como la indiferencia, como cuando leí y de espaldas otros seguían trillando arroz en una tarde cualquiera. Cuando no son niños los espectadores, leer textos propios en voz alta es casi una bufonada.
Escribo para un diálogo silente, me basta la proximidad anónima con mi lector. Todas las otras estructuras sobran: mientras intentamos volar, otros sueñan la caída, nos convierten en números y nos ubican, para suerte nuestra, en cualquier stand del pensamiento.
Tanta palabra ruboriza mientras trato de explicar lo común de este oficio y caigo en la trampa de volver sobre mí una y otra vez con la petulancia que cargamos en el pecho.
Todo es polvo de estrellas, amigos.
He perdido la confianza en un trato que me privilegie, acaso falta mucho por hacer. No habrá instituciones u homenajes que me siembren esa sensación de haber llegado; de establecerme, de ser siempre del tribunal que evalúa y juzga, como esos encarpetados que hacen del arte un cerrado sistema de leyes y no de libertades.
Crear en este tiempo es una válvula, un lujo que nos gastamos los sobrevivientes y lo hacemos con la misma pasión con que los niños lanzan burbujas al viento. Tal vez hay que hacer más sin esperar tanto. Hacer, aunque el dinero no aparezca, escribir sin el reconocimiento de nuestros semejantes.

 
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